Por Rubén Emilio García
(En desagravio por la legisladora que juró su diputación con una remera con la insignia inglesa)
Magín, el linyera manso de hablar gangoso ostentaba una figura chaplinesca con su eterno sobretodo y su lento andar bamboleado. Solía descansar en la puerta de la vieja aduana de Belgrano y Félix de Azara.
-Martín cómo te llamas-, le preguntaban los chicos. Y él contestaba “Magín”.
Con sus ojos tristes y cansados de tanto observar la vida que otros no ven, habrá visto caminar desde su apacible lugar el tránsito parsimonioso hacia su oficina de despachante de aduana en la esquina de Belgrano y Buenos Aires, a don Roberto Estévez, el padre del que fuera teniente primero del mismo nombre, quien mucho años después daría su vida en la guerra de las Malvinas, cuya carta postrera cuando fue conocida conmoviera de orgullo y tristeza al país. Desde esa perspectiva, nada más preciso y certero en ese presente holocausto que cortara trágicamente el sueño de tantos muchachos, las palabras elocuentes del poeta cuando dijera: ¡Ay Argentina, Argentina! Cuántos jóvenes valientes murieron por vos.
En aquel viernes 2 de abril de 1982, cuando las noticias anunciaban el desembarco militar a las Islas Malvinas irredentas, los argentinos sentimos orgullo por la reconquista y, a la vez, cierto temor por el hecho de guerrear con una potencia muy superior y con respaldo de la OTAN, casi nada.
Y en nuestra actualidad, debido al uso de una remera con la insignia inglesa exhibida en la casa de las leyes por una diputada electa al momento de la jura, aclarando que no mancha la labor parlamentaria del cuadro legislador, es preciso por ese exabrupto reivindicar a nuestros héroes misioneros en Malvinas.
Al capitán de la Fuerza Aérea Carlos Eduardo Krause, nacido en Oberá en 1948. Murió en combate en el estrecho de San Carlos en junio de 1982, cuando su avión, Lockheed C-Hércules, fue derribado por una patrulla aérea enemiga. Lo ascendieron post-mortem a mayor y condecorado con la Medalla al Valor en Combate. Su célebre frase: ¨Mi Fuerza me pide una entrega del cien por ciento, yo le voy a entregar el doscientos por ciento”.
Roberto Estévez, vecino del barrio y a quien vimos corretear con sus hermanos en la vereda de la calle San Lorenzo frente al hotel Comercio, donde su propietaria doña Flora Odone de Farqhuarson, ofrecía hospedaje como buena samaritana a los parias que lograban huir del Paraguay sometido a la despiadada tiranía de Stroessner.
Calle que vio pasar rumbo al centro a los muchachos del viejo club Unión, entre ellos a los bohemios andantes Abdón Fernández y Tuti Rótoli, el mayor juglar de poemas en tertulias y serenatas. También al inefable Mandioquín, que ahí nomás en la esquina, embolsaba carbón en la carbonería el Rancho Grande. Siempre con su machete en la cintura, su arma de trabajo, y la collera de perros seguidores que al compás de su andar atropellado no se entendía si hablaba al voleo, rezaba o maldecía.
A todos ellos los vio Roberto, el otro héroe misionero que ofrendó la vida en las Malvinas. Ferviente católico como sus padres, estudió en la cercana Escuela N° 3, para luego recibirse en el Colegio Nacional Martín de Moussy. Su figura fue la más influyente en esa guerra, de manera que lo calificaron como ejemplo de liderazgo y referente de lo que deber ser un buen soldado. Murió en combate a los 25 años en la batalla de Pradera del Ganso, durante la desigual guerra contra los ingleses.
La carta postrera cuando fue conocida después de su muerte, conmovió de orgullo y tristeza al país.
“Querido papá: Cuando recibas esta carta, yo estaré rindiendo cuentas de mis acciones a Dios Nuestro Señor. Él, que sabe lo que hace, así lo ha dispuesto: que muera en el cumplimiento de mi misión. Pero, ¡fijate vos qué misión! ¿No es cierto? ¿Te acordás cuando era chico y hacía planes, diseñaba vehículos y armas, todos destinados a recuperar las islas Malvinas y restaurar en ellas Nuestra Soberanía? Dios, que es un Padre generoso, ha querido que este, su hijo, totalmente carente de méritos, viva esta experiencia única y deje su vida en ofrenda a nuestra Patria. Lo único que a todos quiero pedirles es: que restauren una sincera unidad en la familia bajo la Cruz de Cristo. Que me recuerden con alegría y no que mi evocación sea la apertura a la tristeza. Y, muy importante, que recen por mí. Papá, hay cosas que en un día cualquiera no se dicen entre hombres, pero que hoy debo decírtelas: gracias por tenerte como modelo de bien nacido, gracias por creer en el honor, gracias por tener tu apellido, gracias por ser católico, argentino e hijo de sangre española, gracias por ser soldado, gracias a Dios por ser como soy, y que es el fruto de ese hogar donde vos sos el pilar. Hasta el reencuentro, si Dios lo permite. Un fuerte abrazo. Dios y Patria o Muerte. Roberto”.
Rubén Emilio Tito García