Por Maria Florencia Goncalves
La ruralidad es ese ámbito que no se detiene, pase lo que pase.
Incluso, tampoco frenó en pandemia, sin dudas el paro general más grande de nuestra época.
Mientras el mundo estuvo confinado, ese sector que dinamiza la economía del país desde Andresito hasta Tierra del Fuego, acató al pie de la letra el Decreto 297/2020 y aceptó reglas de juego que ni siquiera estaban del todo claras.
Grandes industrias, cooperativas, pymes agropecuarias y pequeñas chacras siguieron produciendo. En ellas, empresarios, productores, agricultoras, trabajadores, contratistas, transportistas y otros tantos trabajadores del sector agrícola bancaron la parada, garantizando la continuidad de las cosechas y la disponibilidad de alimentos.
Por supuesto, hubo quienes sacaron sus ventajas, porque los oportunistas son como los abogados caranchos: están en todos lados y
suelen salir de la galera como por arte de magia.
En la vorágine de ese campo que nunca para, hay realidades tan análogas como disímiles entre sí.
Algunas se lucen, otras se ocultan. Algunas duelen, otras se teatralizan en discursos de ocasión. También, hay algunas que están en boca de todos mientras se organiza la macheteada o, al preparar alguna cosechadora.
Esta semana, por ejemplo, Facundo Manes procuró impresionar a los jóvenes rurales en el Congreso de CONNIAGRO en la Rural de Palermo; Carmelo Rojas -el representante de los trabajadores rurales en el INYM- habló de las “condiciones infrahumanas” a las que aún hoy son expuestos algunos tareferos y; los productores tealeros pospusieron una reunión a la espera de un pulgar hacia arriba, ya sea del gobernador que se reunió con el superministro, o bien de los diputados.
A todas esas realidades prefiero catalogarlas como disímiles, no mejores ni peores, a pesar de los estigmas que persisten en el agro argentino.
Lejos de ser ese sector acomodado al cual muchos lo asocian, o ese caballito de batalla siempre oportuno para la chicana política; nuestra ruralidad -la de los misioneros- es un espacio en constante transformación en el que cientos de mujeres y hombres gestionan y administran chacras, cultivos y animales, buscando día a día una alternativa para tener una vida más digna.
Un espacio colmado de excepcionalidades, desafíos y deudas pendientes, pero también con ilusiones que nunca se pierden y que, por el contrario, siempre se renuevan.
El campo de acá, el de Misiones y sus territorialidades, hace que transitar las rutas y las picadas sea sinónimo de ver cómo las personas hacen de los cultivos una forma de vida.
Entre ellos, familias, colonos, peones y generaciones enteras apostando al porvenir, buscando alternativas para mitigar aquellas aquellas cuestiones que históricamente castigaron a quienes trabajan la tierra.
Y sin embargo eso -que debería maravillar y movilizar a cualquier persona con sentido común y don de gente- sigue siendo invisible para muchos de quienes tienen poder de decisión o para quienes son dueños de alguna lapicera con respaldo político y económico.
Pensemos en el hoy y el aquí y pongamos ejemplos concretos. La incompatibilidad entre planes sociales y empleo registrado, el costo de la energía o el abastecimiento de combustible. Todas cuestiones que se vienen reclamando desde los sectores productivos e industriales con insistencia y de forma constante.
¿Las reacciones? Reuniones con planteos y discursos de ocasión, reiterados incansablemente por funcionarios y replicados al pie de la letra en la portada de algunos medios pero que, en efecto, no concluyen en nada.
Al final del día, el que trabaja la tierra sigue en la misma. Unos cuantos reclamos de nuestro campo se solucionan con planificación, voluntad y decisión, porque ya disponemos de los recursos y las estructuras.
Incluso, muchos requieren únicamente comprometerse y cumplir la Ley, pero en la antesala, se precisa definir una política agropecuaria abarcativa que
contemple las realidades de las microrregiones, sus peculiaridades y entramados.
A partir de allí abandonar esa mala costumbre del cortoplacismo y de mirar todo como si fuese un problema ajeno, embarrarnos los pies y trabajar duro y parejo, como en el campo, cada día.