El siguiente texto es un cuento, una ficción basada en hechos, vivencias personales, memoria pero también producto de la innvención de su autor.
Por Rubén Emilio García
En algún pueblo rural de Brasil. El hombre, sentado frente a la computadora con el chambergo de ala ancha puesto en la cabeza, comenzó a releer con la intención de corregir lo último que había escrito sobre sus memorias que, en breves capítulos, había comenzado a estructurar meses atrás.
Esta parte final decía así: “En el capítulo anterior puse a consideración los factores objetivos y emocionales que me impulsaron a escribir mis memorias”.
Lo transcribo:
“En esa época, (del 66′ al 73′) salvo los eternos reaccionarios y los beneficiarios económicos de siempre ¿qué argentino hastiado de tanta prepotencia militar no sentía cierta simpatía por esos grupos de jóvenes que luchaban, armas en mano, por recuperar la
libertad y la dignidad?
Muy pocos. Pero ese mimetismo solidario, no fue un cheque en blanco para que después siguieran en igual derrotero una vez instaurada la Democracia.
Confundieron y mezclaron, la anterior lucha pasional, en la continuidad clandestina contra el gobierno de Isabel Martínez de Perón, surgido del voto popular.
Y si bien “la Señora” como gobernante fue un desastre, aun con el terrorífico López Rega soplándole las orejas, nada justificaba la vuelta a las armas y el reinicio de la contraofensiva encubierta dejando en ascuas a miles de jóvenes que no entendían el retorno a la guerrilla y del atentado falaz.
Era trocar los sueños románticos de la reconquista democrática por un neo-terrorismo al garete, como si la sociedad los siguiese apoyando en este nuevo reacomodamiento demencial.
Porque si el oscurantismo militar, a partir de marzo del 76, fue culpable directo de tantos muertos y desaparecidos, los jefes guerrilleros acantonados en Buenos Aires actuando como el flautista de Hamelín, mandaron al abismo a miles de jóvenes que empezaban, en democracia, a lidiar en pos de sus legítimas ilusiones”.
Pues bien, creo yo, que en aquellos años nos enceguecimos y no supimos parar. Confundimos que el malestar expandido en la sociedad contra el régimen de facto, apoyaría la profundización de cambios contra el capitalismo a favor de un nuevo orden basado en la creencia que la democracia solo beneficiaba a la burguesía nacional y al imperialismo yanqui.
De ahí a la decisión de proseguir con la acción bélica fue una obviedad. El desgaste comenzó desde el asesinato de José Ignacio Rucci y por el pretendido enfrentamiento a Perón con la intención de aislarlo o forzarlo a que opte entre nosotros o el movimiento que él mismo había creado.
Interpretábamos que estaba encerrado entre burócratas sindicales y adherentes ortodoxos fieles a una doctrina perimida. Ése fue el gran error de nuestro análisis, pues Perón nunca se dejó cercar.
Él eligió de quiénes rodearse y optó, como líder, conductor y buen militar, por aquéllos que estuvieron dentro del movimiento Justicialista en forma orgánica, tanto en la rama gremial, femenina y en la política.
A esto se sumó nuestra desorganización interna, producto de luchas ideológicas entre diferentes bandos.
Con todo, no supimos, o no fuimos capaces de formar la “cuarta rama juvenil” que Perón esperaba y, por tal motivo, terminamos relegados del movimiento.
Lo grave, en ese momento de ofuscación histórica, fue pasar a la clandestinidad con la soberbia propia que acuñan los diletantes elitistas, arrastrando a miles de jóvenes en la odisea incierta de la lucha armada.
Lo cierto es que muchos lo hicieron, no por idealismo, sino para evitar ser acusados de traidores o, quizás, por la amenaza velada de ser ajusticiados por desertores.
Luchamos por la democracia, pero, una vez que la logramos, nos lanzamos en su contra en pos de un destino que nos condujo hacia la nada.
Perón repetía siempre que “la única verdad es la realidad”. Nosotros no supimos verla o la vimos, pero con anteojeras.
Teorizábamos, en devaneos interpretativos que, acelerando la caída del débil gobierno de Isabel Perón y forzando un golpe militar, el pueblo se alzaría y lucharía por la verdadera revolución con jefes guerrilleros a la cabeza.
Sin embargo, sucedió todo lo contrario. Los atentados y la matanza indiscriminada en nuestro
accionar clandestino, sólo sirvieron para aterrorizar a la comunidad que aspiraba a vivir en paz. Todo fue un craso error pese al ruego de la oposición, principalmente en la voz de Ricardo Balbín quien, ante la eminencia del golpe, lanzó una oración póstuma para evitarlo, “Todos los incurables tienen cura cinco minutos antes de la muerte”, y para nosotros fue no más que un simple responso.
El golpe de Estado sobrevino poco después ante la indiferencia del pueblo que, al contrario de lo que esperaba, suponía que los militares traerían un poco de sosiego al caos de horror y muerte que
habíamos implantado nosotros y la Triple A.
Otro craso error. Ellos fueron los nuevos ángeles de tortura y muerte con el peor terrorismo de Estado que nuestra historia haya registrado. Y, nosotros, siguiendo con nuestro inconsciente accionar, contribuimos para que ello suceda.
Es más, debido a la cínica propaganda, la organización central hizo creer que el Partido Auténtico representaba el ala política de la acción guerrillera.
Una hipocresía. Nunca en Misiones adhirieron a esa ponencia. Mimetizar la muerte clandestina con la política fue una canallada que sólo sirvió para declarar ilegal al Partido Auténtico el 23 de diciembre de 1975.
Esto obligó a que muchos compañeros pasaran la Navidad escondidos por temor a que la represión empezara a ejecutarse.
Fue así que militantes y adherentes sospechados de ser simpatizantes, fueron capturados, torturados y asesinados, pues jamás tuvieron tiempo, ocasión, ni medios para escaparse al exterior como los jefes cabecillas.
Peor aún fue la traición histórica de cuadros peronistas y montoneros tratando de llegar a un arreglo en Madrid y en Francia, en los años 78 y 79, con el Almirante Massera, para la formación de un movimiento político que tuviera al marino como candidato a presidente. ¿Fue éste el final indecoroso de muchos cabecillas tenidos como efigie de la “juventud maravillosa”?
El hombre terminó de leer y miró la hora. —Las ocho —murmuró—; es tiempo de cumplir las tareas matutinas, y dirigió la silla de ruedas al lugar donde reposaba su pierna ortopédica que se ponía para salir a la calle.
Seguía delgado y nunca recuperó la buena estampa que supo lucir en la juventud. Cerró la puerta del pequeño chalet, con jardín al frente y huerta al fondo, y recorrió las pocas cuadras que lo separaban del claustro religioso.
Su andar era dificultoso pero digno. La monja receptora le abrió una de las hojas del pesado portón y presto se dirigió al gran jardín de exquisitas flores, árboles frutales y adornos de ligustros que a la mañana ayudaba a cuidar a Sor Pía Mariela, secundada por un grupo de novicias.
—Buen día, Gordo. Hoy has llegado más tarde —, saludó Sor Pía Mariela a su hermano mayor con su mejor sonrisa.
La gran cofia azul hasta la cintura enmarcaba su hermoso rostro. La grácil monja era realmente bella. —Buen día, hermanita— contestó el Gordo, mientras se disponía, tijera en mano, a
terminar la inconclusa poda del día anterior.
Cuando niño, Juan Bautista, “el Gordo”, juró cuidar a su hermana y no abandonarla nunca, no hacía más que cumplir con su palabra.
Rubén Emilio Tito García, Ex Subadministrador General del SENASA, Doctor en Ciencias Veterinarias. Perito agrónomo recibido en la ERAGIA, Corrientes. Autor de varios libros.