Por Matias Avramow /La Nación
Enrique Piñeyro remarca que la forma particular en la que hace todo se definió unos segundos después de su nacimiento. “Fue un parto largo, y lo primero que hizo el médico fue colgarme boca abajo. Así concebí por primera vez todo. Un segundo después, me dieron una palmada en la espalda y me voltearon. En un instante, el mundo que recién había formado se desplomó y lo tuve que ver desde un ángulo completamente diferente. Por eso quedé como quedé”, explica Piñeyro, acodado en la barra central que envuelve a la cocina de Anchoíta, el restaurante que abrió hace cuatro años en el barrio de Chacarita.
Piñeyro tiene la capacidad de convertir lo que toca en un éxito. Todos sus proyectos generan en las personas una especie de efecto magnético. Y seguramente sea por eso que Anchoíta, en boca de todos, ya agotó sus reservas para lo que resta del año desde el mes pasado.
–¿Qué pensaste cuando te enteraste de que estaban las reservas agotadas?
–Y… –responde con media sonrisa escondida, encoge los hombros y hace cara de sorprendido– la verdad que no me esperaba eso.
–¿Y qué esperabas?
–Cuando yo abrí Anchoíta pensaba poner solo cuatro mesas y cocinar lo que yo quisiera, cobrar lo mínimo y si salía mal, yo pagaba las pizzas.
–Pero al final fue un éxito rotundo
Enmudecido, levanta los hombros de nuevo y deja escapar una sonrisa pícara.
Primero piloto, luego todo lo demás
Últimamente es motivo de celebración que Piñeyro llegue al restaurante. Hace un día vino de Varsovia -donde culminó uno de sus vuelos humanitarios para rescatar refugiados de Ucrania- y se irá en dos días de vuelta a Europa del Este. “Por eso que hoy probamos platos nuevos”, explica Valeria Mortara, gerente de Anchoíta.
Él, antes que nada, se define como piloto; después gastronómico, actor, productor, director, activista o médico (estudió seis años, pero no ejerce formalmente la profesión). Cuenta que fue piloto desde los tres años.
–A esa edad sabía todo lo que había que saber para serlo. Y también sabía que quería volar aviones grandes, por eso estudié para piloto comercial.
–Y ahora hacés vuelos humanitarios.
–Y sí. Me parece que ahora es muy importante. Además, volar es algo que realmente disfruto. Creo que luego es difícil discernir entre trabajo y placer. A veces me pongo a hacer un proyecto y de pronto me doy cuenta que se convierte en trabajo. Además todos mis trabajos son oficios: piloto, cocinero, actor, director.
–También sos empresario.
–Eso sí lo delego completamente. Tengo un excelente equipo contable que se encarga de todas esas cosas que yo no tengo idea como se hacen– explica demeritando la importancia en esa faceta de su vida. La verdad es que no se necesita saber mucho para entender cómo funciona la economía y cómo crackearla. Yo lo aprendí, no necesito un asesor– elabora, refiriéndose particularmente a las inversiones y el movimiento financiero
–¿Desde chico quisiste hacer tantas cosas?
–Nunca pensé en una profesión o una carrera. Siempre lo pensé como proyectos. A mi me gusta hacer algo y entonces veo la forma de hacerlo.
–Parece que te fue bien con todo
–Para nada. Hay mil cosas que no salieron.
–¿Cómo qué?
–Bueno nunca logré cantar, ni tocar la guitarra bien. Pero sigo dando la lucha con eso. Realmente, cuando uno se da cuenta que puede hacer cualquier cosa o al menos intentarlo, le cambia la forma en la que ve las cosas. Aunque si te confieso, no sabía que era cansarme hasta que comencé con el restaurante. En un principio estaba todo el día aquí.
Anchoíta abre a las ocho de la noche, en el mismo momento en que Piñeyro llega a la cocina -en el centro del lugar-, extiende los brazos y se deja uniformar como a un caballero medieval: entre tres mozos lo visten con un delantal y él se pone un guante de latex negro en la mano izquierda. Inspeccionan que todo esté bien acomodado antes de seguir cocinando.
La dinámica es la siguiente: se prepara “plato de prueba”, se pone en la mesa del centro de la cocina y cuatro o cinco personas se sientan alrededor. Esta vez, se trata de unas costillas de cerdo; las cortan con una cuchara y todos prueban. Piñeyro comienza con la ronda de opiniones, que continúan sin orden aparente.
–¿Y cómo estuvieron los platos de hoy?
–Me parece que pueden estar mejor, les falta una vuelta de rosca– suelta con cara de poca sorpresa.
En un abrir y cerrar de ojos comienzan a llenarse las mesas del restaurante. Piñeyro sigue probando: primero un pedazo de bife, luego un helado, luego toma agua y después lleva cuatro platos a una familia sentada frente a la cocina. “Cuidado, paso con cuchillo”, grita a cualquier distraído en su camino. Deja los instrumentos y vuelve a apoyarse en la barra. “Bueno, tengo dos minutos”, advierte y mira su reloj inteligente antes de quedarse charlando media hora más.
–¿Qué fue lo primero que cocinaste?
–Huevos fritos. Los hacía en una sartén de aluminio que aún tengo. Mis padres eran muy especiales para la comida así que tuve que cocinarme yo. A mi madre no le gustaba la cebolla y el ajo. Con mi padre nunca me llevé bien (baja el tono). Pero bueno, ese huevo frito fue sofisticándose con el tiempo.
Antes de Anchoíta, el lugar era una fábrica de máquinas de coser. Y de eso quedan vestigios resaltados por el nuevo dueño. El espacio tiene una impronta semiindustrial: tuberías expuestas, techos altos, concreto y hierro. Aun así parece que todo está acomodado con un sentido.
–¿Dirías que sos obsesivo?
–No pienso que sea obsesivo. Solo que si voy a hacer algo, no quiero que queden los cables colgando o algo por el estilo– opina Piñeyro mientras señala los focos cubiertos por un enrejado con formas de perejil, imagen también reproducida en los portavasos.
“Hace unas décadas te regalaban perejil en las verdulerías. Era algo muy barato pero que las abuelas usaban para todo”, agrega Valeria Mortara, la gerenta, en relación con el diseño.
“La verdad es que los perejiles son para cubrir los cables y la tubería del aire acondicionado. Pero esta buena la historia, la voy a usar”, responde, irónico, Piñeyro.
–¿Qué es en lo primero que te fijás?
–En lo estético sobre todas las cosas. Por ejemplo, ¿ves esas ventanas?– muestra dos tragaluces con forma de pedazos de torta ordenadas en espiral–. Eso lo diseñé yo. Son las escaleras de mi casa vistas desde abajo. Ese logo lo tengo acá, pero también lo tengo en mis aviones. En general, le cuento mis ideas a gente que casi siempre hace justo lo que pensaba. Este lugar es un proyecto que hicimos sin ningún arquitecto por ejemplo.
–¿No te llevas bien con los arquitectos?
–No es eso. Es que me parece que quieren poner sus ideas y al final el que vive o trabaja en esos lugares somos nosotros. Así que para este caso, solo nos ayudaron ingenieros. Pero los diseños de las barras, la cocina y todo lo demás lo hicimos nosotros.
–¿Esto de buscar tener el control te pasa en todo?
–Bueno, cuando tengo que dirigir quiero que todo salga bien y si no lo puedo controlar, no puedo asegurarme de eso. Cuando estoy de piloto eso puede resultar en accidentes fatales. Por eso digo que esta cocina es como una cabina de avión.
La Naranja Mecánica
A la vista de la cocina, en uno de los muros de Anchoíta está colgado un cuadro con la fotografía del equipo de fútbol holandés de 1974; la naranja mecánica.
–¿Por qué ese equipo?
–Ellos fueron un parteaguas en el mundo. Antes de eso, nadie conocía a Holanda. Ahora son temidos.
–¿Por eso pusiste la foto?
–Sí, ellos revolucionaron el trabajo en equipo y la forma de liderazgo. Es por eso que tanto acá en Anchoíta como en los aviones tenemos la foto del equipo.
–Y vos sos el capitán.
–¡Claro! –afirma el Johan Cruyff del mundo culinario y aéreo. Acá todo funciona de manera armónica. Si te das cuenta nadie está gritando, ni siquiera se siente tensión entre los compañeros de trabajo. Acá todos nos tratamos con respeto. Creo que algo que aprendí bien es el valor de formar buenos equipos– reflexiona Piñeyro mientras observa el trajín de la cocina.
–¿Cómo elegís a tus equipos?
–La verdad es que no me gusta el protocolo de la entrevista. Además no sirve de nada. El tipo te va a decir lo que querés escuchar. Mis amigos de Open Arms -una organización que ayuda a migrantes indocumentados a llegar a Europa- me dicen: “Hay que estar una semana en el barco para darse cuenta de cómo son las personas”. En Anchoíta, lo primero que hago es preguntarles de qué equipo son, y les doy una semana de prueba. Ahí se define todo y siempre con tranquilidad.
–¿Siempre?
–Eso es ley. Desde siempre vengo peleando esto. Casualmente, a mediados de los 70′, la figura del macho pilot comenzó a perder vigencia.
–¿Macho Pilot?
–Sí. Este tipo de capitán que le gusta humillar a su copiloto y a la tripulación entera. La gente se pone tan nerviosa que comente más errores de lo común. No podemos volvernos locos por cualquier cosa que pase. Obvio que hay errores y errores, pero entendés a lo que me refiero– aclara Piñeyro.
–¿Esto lo aprendiste cuando estudiabas aviación?
–En realidad, desde antes lo entendía. Yo lideré la primera y única huelga estudiantil en San Andrés, y justo hicimos eso porque querían expulsar a un compañero.
Muchos lo catalogan como rebelde y a él no parece molestarle. “En general creo que siempre fue así. Aquí, hace unos años lo vivimos con el tema de Exxel y sus alfajores”, recuerda Mortara entre risas.
Es que tiempo atrás, Anchoíta creó el postre que tituló “Reversión del famoso alfajor marplatense antes de que lo destruyera el grupo Exxel”. Acto seguido, la mega empresa le envió a Piñeyro una carta que solicitaba la remoción del título y amenazó con ir a juicio. Y esto se convirtió en una provocación para el piloto que formuló una respuesta en la que se burlaba de la amenaza, disponible en el menú actual para quien quiera leerla. “Hago todo esto porque me parece divertido”, se sincera Piñeyro.
“No busco competir con todos. A mi me gusta cocinar, me gusta volar y actuar. No necesito hacer del proyecto un negocio expansivo”.
Llega la media noche y Enrique, ya cansado, se levanta y se quita el delantal. “Va a cenar con su hijo”, explica por lo bajo, Valeria. “Como se va en unos días, quedaron en cenar juntos”. Su hijo menor tiene 18 años y está en el último año del colegio, así que no puede acompañarlos a los vuelos humanitarios. Piñeyro vuelve para hacer una ronda de despedidas con el equipo y se acerca a la barra. “Tengo que ir con el chico”, dice, y se aleja con paso decidido.
Fuente: La Nación/ Matias Avramow