Por Julieta Maidana
En el reino de la Perpetua Sumisión, gobernaba con puño de hierro “El Señor del Miedo”. Durante veinticuatro largos años, su sombra se había extendido sobre la tierra, alimentándose de la riqueza arrebatada al pueblo y sembrando el terror en cada corazón. Sus “lacayos”, políticos serviles y aduladores, eran meras marionetas danzando al son de su ambición, repitiendo a coro cada una de sus palabras, temerosos de perder el favor del déspota.
El Señor del Miedo, encerrado en su palacio de oro y marfil, se había convencido de su propia grandeza. Ignoraba, o fingía ignorar, el clamor silencioso de un pueblo hambriento, la desesperación de los docentes en huelga, la furia contenida de los policías despojados. Sus oídos solo escuchaban los halagos de sus lacayos, que le aseguraban que su reino era el más próspero, su poder, absoluto.
Un día, llegaron al palacio dos figuras cercanas al Señor del Miedo: su hijo predilecto y su compañero inseparable. Ambos, con sonrisas brillantes y palabras melosas, se presentaron ante el Señor del Miedo con una propuesta audaz: una fórmula mágica para erradicar las malezas que amenazaban la prosperidad de las tierras de la provincia. Esta fórmula, aseguraban, era tan poderosa que solo los verdaderamente leales y perspicaces podrían apreciar su eficacia. El Señor del Miedo, ciego de confianza en sus allegados, aceptó sin dudarlo.
El hijo y su compañero, instalados en los laboratorios reales, simularon trabajar día y noche, mezclando ingredientes secretos y pronunciando conjuros incomprensibles. Los lacayos, uno tras otro, desfilaron ante ellos, fingiendo admiración y asombro. “¡Qué fórmula amigable con el medio ambiente y qué potencia! ¡Es la solución definitiva!”, exclamaban, temblando por dentro ante la idea de ser considerados ignorantes o desleales.
Finalmente, llegó el día de la gran demostración. El Señor del Miedo, confiado en la “magia” de la fórmula, ordenó rociar los campos con el brebaje. Los lacayos, con fervor, esparcieron el líquido, describiendo los efectos milagrosos que pronto se manifestarían. El pueblo, temeroso, contuvo el aliento. Nadie se atrevía a cuestionar la eficacia de la fórmula, a romper el hechizo del miedo.
Hasta que, de pronto, una voz infantil, pura e inocente, resonó en el silencio: “¡Pero si la cosecha se está muriendo!”.
El grito, como un rayo, iluminó la verdad. La fórmula mágica, en lugar de erradicar las malezas, estaba envenenando la tierra, destruyendo los cultivos, condenando al pueblo al hambre. El Señor del Miedo, expuesto en su engaño, sintió el peso de la vergüenza. Sus lacayos, mudos y avergonzados, bajaron la mirada. El pueblo, liberado del miedo, comenzó a murmurar, a reír, a señalar al emperador engañado.
Pero aquellos que osaron alzar la voz, aquellos que se atrevieron a denunciar la farsa, fueron apresados y llevados ante un tribunal corrupto. El Palacio de Justicia se convirtió en un circo grotesco, donde pruebas falsas y testimonios comprados sellaron su destino. El pueblo, testigo de la injusticia, sintió que el miedo volvía a apoderarse de sus corazones, un miedo más profundo y terrible que antes.
Era obvio que el reino de la Perpetua Sumisión comenzaba a desmoronarse, llevándose consigo vidas inocentes. Jueces corruptos, cómplices del Señor del Miedo, dictaban sentencias injustas, mientras que otros, hombres de bien, temblaban ante la posibilidad de perder su sustento.
Sin embargo, en medio de la oscuridad, una luz de esperanza brilla tenuemente. La justicia, aunque demorada, no está muerta. El momento del triunfo de los justos se acerca, como un amanecer tras una larga noche. La verdad, como una semilla enterrada, germinará en el corazón del pueblo, anunciando el fin de la tiranía y el comienzo de una nueva era.
Julieta Maidana es el pseudónimo de una ciudadana misionera.