El actor Alberto Martín murió a los 81 años después de sobrellevar una larga y penosa enfermedad, que se agravó hasta lo irreversible en los últimos días.
Tuvo que rendirse a esas complicaciones de salud y cerrar antes de lo que hubiese querido una extensa carrera actoral que siempre encontró, desde un reconocimiento permanente y un afecto sincero, el favor del público más inclinado a las expresiones más populares de las artes escénicas.
Disfrutó de su apogeo en la década de 1970, cuando su rostro era uno de los más conocidos del espectáculo argentino gracias a la constancia de sus apariciones como galán principal cuando los teleteatros estaban a la cabeza de lo más visto de la programación de los canales de aire.
No hacían falta instrumentos mensurables como las planillas de rating para comprobarlo. La certeza estaba en el aprecio de la gente común hacia esas estrellas de la pantalla chica, de las cuales Martín era una de las más populares sin duda alguna.

Con el tiempo, cuando entendió que el momento del galán se agotaba, Martín puso en marcha una segunda vida como actor y logró mantener su vigencia reinventándose como un eficaz comediante.
Era habitual verlo interpretar personajes expuestos casi siempre a enredos picarescos que casi nunca llegaban a ser procaces. Llevó en el tramo final de su vida algunos de esos juegos escénicos a su propia existencia, apareciendo con frecuencia en los medios con detalles y confesiones (a veces simpáticas y a veces incómodas) de su vida sentimental.
Nació como Luis Alberto Di Feo el 8 de mayo de 1944 en el partido bonaerense de San Martín. De aquella infancia vivida en José León Suárez, en el corazón fabril del Oeste del conurbano, conservó hasta el final de su vida un puñado de amigos y la simpatía futbolística por los colores de Chacarita Juniors.
Pero en ese terreno su amor definitivo fue Racing, al punto que llegó a conducir todos los lunes en un canal de cable La cocina de Racing, en el que analizaba los partidos con otros hinchas famosos mientras preparaba en vivo algún plato.
Cada emisión terminaba con Martín en una pose típicamente suya, la sonrisa acompañada por un gesto risueño y simuladamente aguerrido a la vez, y la frase dicha con el puño cerrado a cámara: “¡Vamos Racing c…!”
La cocina fue una de las grandes aficiones de Martín. Quedan el recuerdo cercano de verlo unas cuantas veces con el delantal puesto en Mañanísima, su última aparición televisiva, y el proyecto trunco de un programa de recetas que soñó compartir con Carmen Barbieri, una de las presencias más cercanas que tuvo en el período final de su vida.

“No quiero ser insolente, pero creo que nunca estudió nada. Martín era un intuitivo. Fundamentalmente un buenmozote”, dijo de él en los años 90 Alberto Migré, autor de algunos de los primeros (y más grandes) éxitos de Martín como galán en el medio que lo consagró para siempre, la televisión.
La definición, impresa en la minuciosa investigación histórica que el investigador Jorge Nielsen volcó en los distintos tomos de La magia de la televisión argentina, omite una etapa previa. El propio actor la revisó ante LA NACION en 2020: “Debuté a los 18 años haciendo fotonovelas. Arranqué en un concurso que hizo la mamá de Rolo Puente, Dolores Pardo Domínguez, que era directora de revistas”. Protagonizó ese primer romance en cuadritos con la bella Marta Cerain.
Después incursionó en el radioteatro y luego al elenco de una sala independiente de Rodríguez Peña al 300, en el que más tarde funcionó El Vitral, con Hedy Crilla como mentora. Llegó a la televisión en blanco y negro de la mano de Raúl Rossi, hasta que el ojo clínico de Alejandro Romay se detuvo un día en ese muchacho pintón que por entonces se ganaba la vida haciendo pequeños bolos.
Cuando empezó allí a notarse su presencia, sobre todo a partir de sus breves apariciones en La pulpera de Santa Lucía (1968), inspirada en un célebre radioteatro, Romay le sugirió a Migré que pensara en Martín como un potencial galán. Fue así que el gran autor le abrió la primera puerta del género en 1968 con Inconquistable Viviana Hortiguera.
Ese fue su primer encuentro con Beatriz Taibo, que le llevaba 12 años. Pero esa diferencia de edad no impidió que la pareja se metiera para siempre al público en el bolsillo gracias a Me llaman Gorrión (1973), la historia de una chica que se vestía y se hacía pasar como hombre para ganarse el pan y su romance con un “chico bien” llamado Gabriel Mendoza.
“Era un muchacho de hoy, con padres de buena posición, en apariencia frívolo e insensible. Juega con todas las mujeres que puede, pero tiene novia y quiere casarse con ella”, así definió Martín a su primer gran personaje en el libro Estamos en el aire. En esa tira también mostró por primera vez el trasplante capilar que lo acompañaría con distintas variantes durante toda su carrera.
Me llaman Gorrión fue la muestra inicial y a la vez casi definitiva muestra de las destrezas actorales de Martín y sus recursos para ganarse al público. Se presentaba con toda la naturalidad del mundo como un conquistador y un seductor impenitente, atributos con los que terminó identificándose por completo. “Quiero que me recuerden así”, dijo no hace mucho.
Postura natural
Pero a la vez era pícaro y rápido para las réplicas, y a la vez sabía ponerse serio cada vez que había que llevar la historia de nuevo a la esencia de la telenovela romántica. Le alcanzaba con una apostura natural de galán que llevó por momentos casi al estereotipo. La TV de esa época alentaba conductas de ese tipo ante las cámaras.
Martín no paró de trabajar en esos pródigos años 70 para el teleteatro argentino. Fue el galán de dos jóvenes y bellísimas estrellas femeninas que debutaron en TV a su lado: Alicia Bruzzo y Ana María Picchio. Con Bruzzo se unió por primera vez en Nacido para odiarte (1971), que Migré imaginó como un romance con tintes raciales. La actriz se tiznaba el rostro y hablaba con acento cubano. Picchio apareció junto a Martín en Alguien por quien vivir (1975). Los dos personajes se enamoraban a distancia y solo se vieron cara a cara en el capítulo final de un relato que tenía a la ceguera como un tema central.

Hubo más. Fue galán de Nora Cárpena (Cuando vuelvas a mí), de Leonor Benedetto (Una promesa para todos) y estuvo de nuevo junto a Bruzzo en El hombre que me negaron y Un extraño en nuestras vidas.
Hasta que empezó, de a poco, a llegar el tiempo de reinventarse como un comediante sagaz, decidido y muy confiable. Tenía todas las condiciones, porque entre los habitualmente rígidos y teatrales galanes televisivos de la época siempre supo ser el más desenvuelto. Y también el más dispuesto a reírse de sí mismo y de las propias convenciones de su personaje típico.
Esa nueva etapa tuvo un primer hito ineludible en Los hijos de López (1979), una proeza que Hugo Moser escribía todos los días con los diarios en la mano, mezclando absurdo y realidad. Allí, Benedetto y Martín cruzaban diálogos armados a partir de los titulares de la jornada, y el último bloque se grababa casi sobre el filo de la emisión con referencias a la actualidad.
Siempre reconoció a Moser como el artífice de su transformación de galán a comediante. “¿Yo de gracioso?“, le dijo cuando recibió la propuesta de sumarse a Los hijos de López. No tardó en asumir su nuevo lugar en el mundo del espectáculo: “No es lo mismo un cómico que un comediante. Los cómicos dicen cosas graciosas y los comediantes, en cambio, decimos cosas con gracia. Es bien distinto”.
Martín personificaba al hijo mayor de un fabricante de pan dulce (Tincho Zabala), sus hermanos eran Gerardo Romano y Emilio Disi, y noviaba con Cristina del Valle, pero lo mejor era el intercambio cotidiano con la pizpireta y divertidísima secretaria personificada por Dorys del Valle. Todo el mundo esperaba en cada emisión diaria el momento en que Martín pronunciaba su nombre: “¡Beruuuutiiiii!”
Los hijos de López tuvo después su adaptación al cine. Fue una de las pocas incursiones de Martín en la pantalla grande, un medio en el que nunca trascendió y mucho menos a la altura de su presencia televisiva (sobre todo) y teatral.
Después llegó Crecer con papá (1982), las andanzas de un padre viudo con tres hijas (una de ellas era la debutante Lorena Paola) y mil problemas. La idea no funcionó allí, pero en la década siguiente, con ajustes en el libro, se convertiría en el colosal éxito de ¡Grande, Pa!

Ya afirmado como comediante a tiempo completo, en 1992 tuvo una aparición muy bienvenida en Tato de América, uno de los últimos programas de Tato Bores, y un año después acompañó a Adrián Suar en su primera experiencia completa como productor, la fallida comedia Tal para cual.
En teatro
De allí en adelante, con apariciones cada vez más esporádicas en la tele, Martín encontró en el teatro, sobre todo en las temporadas marplatenses, un lugar ideal para lucir su vis cómica, aunque no pudo hacerlo (especialmente en las últimas dos décadas) con la frecuencia que hubiese querido.
Y cuando el trabajo escaseaba, exploró otros rumbos laborales. “Hice cosas paralelas casi siempre -le contó a LA NACION-. Tuve una inmobiliaria con Emilio Comte en Flores, un balneario con Héctor Cavallero y Juan Alberto Badía en Pinamar y después otro con mis hijos, que dejamos cuando ellos empezaron la facultad. También tuve una agencia de autos en Vicente López. Me produje mis obras siempre hasta que un día no estaban las 300 personas en la platea y me empecé a hacer contratar. Fui productor ejecutivo de La banda del Golden Rocket en teatro y Son de Diez. Nunca me quedé quieto”.
Su vida sentimental tuvo un hito insoslayable cuando Marta, la mujer con la que estuvo casado 47 años y le dio tres hijos (María Marta, Juan Manuel y Juan Martín), falleció en 2018 víctima de un cuadro de ELA (esclerosis lateral amiotrófica).
“Yo conviví con el deterioro. Pasé diez años al lado de mi esposa con una enfermedad terminal y sin cura. Postergué gran parte de mi carrera y lo volvería a hacer. No me arrepiento para nada”, contó poco después de enviudar y empezar un tiempo de dolor y resignación. “Busco puntos de apoyo adentro para sobrellevar mi vida. Es que el dolor no se siente hasta que no te lastimás”, decía en ese momento.

El corazón de Martín, ahora en soledad, fue en los últimos años un activo muy utilizado por la televisión más indiscreta, aunque el actor siempre supo manejar la situación, más allá de algún desliz, en una cuerda mucho más amable a la de otras figuras dispuestas a ventilar su intimidad sin el mínimo recato. “Tal vez por ser demasiado respetuosos nos perdimos de vivir una gran historia de amor”, dijo sobre su vínculo con Carmen Barbieri, después de que ambos enviudaron.
Sin alimentar los chismes, una expresión que no le gustaba, entendió que había llegado la hora de algunas confesiones inesperadas. En una entrevista televisiva, tiempo después del fallecimiento de su esposa, reveló que antes de casarse mantuvo algunas relaciones homosexuales. “La comunidad gay tuvo mucho que ver con mi carrera. Allí he tenido grandes amigos y amores también”, reconoció.
Martín mantuvo siempre los sueños intactos, inclusive cuando sabía que iba a ser casi imposible cumplirlos. Imaginó un regreso más grande a la tele, nunca concretado, mientras participaba de la mesa de Polémica en el bar. Y esperó en vano hasta el final para ver si podía por fin llevar al escenario su papel más querido y deseado, el de Renato (Ugo Tognazzi en el cine, Tato Bores en la versión teatral porteña) en La jaula de las locas.

Mantuvo esos deseos mientras tuvo fuerzas, hasta que aparecieron las primeras huellas del deterioro físico que con el tiempo resultaría irreversible. En los últimos reportajes quedó a la vista que quiso enfrentar esa pelea tan desigual con las armas del comediante, el destino definitivo que encontró como actor.
De todos los gestos que caracterizaron en esa etapa a un actor tan sencillo y espontáneo que no tuvo otra escuela que su propio instinto, nos quedamos con uno: el hombre que escucha a alguien mientras frunce el ceño y busca en medio del silencio una respuesta, hasta que en un momento amaga con decir algo y se frena, tentado y a punto de reírse.
De esos pequeños momentos también está hecho el afecto del público hacia sus actores predilectos, aquellos que son inmunes al olvido como Alberto Martín.
* La despedida del actor Alberto Martín será el domingo 17 de agosto, en la Capilla del Cementerio de Boulogne, a las 12.15
Plan B/ La Nación / 17-8.2025