Roca, el constructor
Por Miguel Ángel de Marco *
Los alarmantes sucesos ocurridos últimamente en la Patagonia, que mantienen en vilo a sus pobladores y preocupan a muchos argentinos, han vuelto a poner en discusión la figura de Julio Argentino Roca, a quien cupo llevar adelante la ocupación de tierras yermas que integraban el patrimonio nacional para incorporarlas a un país que aspiraba a salir de constantes y estériles luchas fratricidas.
No está de más recordar brevemente la trayectoria de quien, el 1° de mayo de 1904, al dejar inauguradas las sesiones del Congreso Nacional, a escasos meses de concluir su mandato, pudo formular este breve pero halagüeño balance: “No hay una sola región del país, por apartada que esté, en la cual no se haya inaugurado, o no esté en vías de construcción, una escuela primaria o superior, o de enseñanza agrícola, un ferrocarril, un camino, un puente, un puerto, una línea telegráfica, un hospital, un cuartel. Observaréis que en todas las ciudades importantes hay costosas obras sanitarias; y que hemos balizado y alumbrado nuestras costas marítimas y nuestros grandes ríos, a fin de que se pueda navegar por ellos como se transita por un bulevar iluminado”.
Sus palabras reflejaban la imagen de un país pujante que, más allá de los conflictos políticos, sociales y aun económicos, abrigaba fundadas esperanzas en un promisorio porvenir.
Roca había cerrado a través de un abrazo con el presidente de Chile, Federico Errázuriz, y mediante una coherente acción diplomática, la posibilidad de una triste guerra entre dos naciones hermanas; había acentuado las buenas relaciones con Perú y resuelto los problemas pendientes con Brasil.
También había enunciado, en la voz de su canciller Luis María Drago, el principio del cobro no compulsivo de la deuda pública, a raíz de la belicosa actitud de tres naciones europeas que se basaban en la demora de Venezuela para pagarlas.
Por otro lado, el presidente había abierto, en forma visionaria, las relaciones diplomáticas con la nueva potencia de Oriente, Japón, y velado por la creciente profesionalización del servicio exterior de la República.
En aquella segunda presidencia que concluía (1898-1904), había promovido la explotación de vastas regiones desiertas de los territorios nacionales, los estudios de tierras y aguas para explotarlas y colonizarlas, la investigación de cultivos adaptables a cada zona, el examen zootécnico de los ganados, la realización de perforaciones en Comodoro Rivadavia, que dieron por resultado el descubrimiento de petróleo; el desarrollo de la industria pesquera mediante la importación de especies de Estados Unidos; la instalación de observatorios meteorológicos, entre ellos, el más austral del mundo en las Orcadas del Sur, con lo que se tomó posesión de la Antártida Argentina, etcétera.
Al igual que la mayoría de sus predecesores, no vacilaba en promover en su despacho conversaciones sobre temas históricos y literarios.
La base de su educación estaba en el Colegio del Uruguay, fundado por Urquiza, donde aquel adolescente tucumano, hijo de guerrero de la independencia, venido al mundo el 17 de julio de 1843, había adquirido los rudimentos de la profesión militar, pero también la pasión por la lectura.
Acrecentó su devoción por los libros en medio de los combates del Paraguay. Ni sus nuevas obligaciones como jefe del batallón Salta, ni sus comandos posteriores, entre los que se destaca el de la Frontera Oeste, ni su rápida y triunfal campaña contra el general Arredondo, que culminó en la batalla de Santa Rosa, le hicieron perder ese hábito apasionado. Tampoco las responsabilidades del Ministerio de Guerra, después de la muerte de Adolfo Alsina.
Este había llevado una decidida acción para concluir con los malones indios, garantizar el desarrollo económico de la provincia de Buenos Aires mediante la seguridad de la campaña, y avanzar hacia la Patagonia para ejecutar una serie de decisiones legislativas tendientes a favorecer la radicación de pobladores y manifestar la presencia argentina en zonas sobre las que ponían los ojos desde Chile.
Lo sorprendió la muerte, pero su joven sucesor, que sintonizaba con las ideas de la época acerca de la necesidad de recuperar inmensas regiones desiertas, emprendió una rápida campaña que permitió enarbolar por primera vez la bandera celeste y blanca en las márgenes del río Negro, el 25 de mayo de 1879. Sin embargo, su visión de estratega y político le indicaba que, para alcanzar pleno dominio de los espacios australes y consolidar la presencia argentina en el mundo, era necesario asegurar la navegación en aguas oceánicas.
Poco más de un año después, acallados los fragores del alzamiento militar de la provincia de Buenos Aires, que fue vencido por las fuerzas nacionales en junio de 1880, Roca asumió la presidencia de la República, luego de preparar el terreno para obtener los votos que necesitaba con sagacidad, tiempo y vínculos establecidos en casi todo el país.
El lema “Paz y administración”, expresado en su primer discurso ante el Congreso, exteriorizó la voluntad de construir en un clima de orden y concordia. Pese al desarrollo material alcanzado por el país durante esos seis años, varios de sus actos de gobierno provocaron divergencias profundas y generaron enfrentamientos tan traumáticos como el que mantuvo con la Iglesia, hasta provocar una ruptura de relaciones que duró dieciséis años. No faltaron los problemas sociales ni los conflictos internacionales, aunque su tenacidad permitió firmar el tratado argentino-chileno de 1881.
Tampoco estuvieron ausentes la violencia política y la injerencia oficial en el momento de elegir a su sucesor, candidato y concuñado Miguel Juárez Celman. Pero este lo condenó a una especie de ostracismo del que lo sacó la revolución del 26 de julio de 1890, cuyos impulsores se alzaron contra el caos y la corrupción reinante.
Vencido el movimiento, asumió la presidencia el vicepresidente Carlos Pellegrini. Juntos, a veces muy próximos, otras más o menos distanciados, fueron los árbitros de la política argentina. Nada pudieron las revoluciones radicales, ni la prédica de la prensa antagónica, ni los acuerdos entre los hombres de la oposición. El Partido Autonomista Nacional estaba en todas partes, y fue esa imbatible estructura la que lo colocó por segunda vez en el poder en 1898.
Sin embargo, al dejar el mando no contaba ya con su partido. Su influencia se había desgranado lentamente y el golpe final lo había dado la ruptura con Pellegrini. Se marchó a Europa y, al volver en 1907, tuvo la convicción plena de que su momento había pasado.
En 1910, volvió a marcharse al Viejo Mundo. Faltaba muy poco para la gran fiesta dedicada a celebrar el primer siglo de la Revolución de Mayo y temía ser objeto de desaires por parte del presidente Figueroa Alcorta, con quien no simpatizaba.
Cuando regresó, vio transcurrir etapas prolongadas en su establecimiento de La Larga. Ahí, fuerte y voluntarioso, se entregó a las tareas rurales y dedicó largo tiempo a la lectura. Hasta su repentina muerte, ocurrida en Buenos Aires el 19 de octubre de 1914. Al día siguiente fue sepultado en medio de grandes honras, muy justas para quien había sido uno de los organizadores de la nación.
*El autor es Expresidente de la Academia Nacional de la Historia. Artículo de opinión publicado en La Nación del 9-2-23 con el título: “Roca, el constructor”